Cuando
era niña vivía en un pueblo con nombre de santo al que denominaban
ciudad. Mi casa, limpia pero no cálida, tenía suelos de baldosas amarillas y
creo recordar que las paredes estaban pintadas de verde muy pálido. La memoria
que hoy rescato viene de más atrás de mis seis años, y lo sé porque cumplí los
seis estando ya afincados en Montevideo.
En aquella casa donde vivíamos mi madre, mi
padre, mi hermana y yo, se hacían conservas. Ya no alcanzo a distinguir en qué
mes exacto se realizaba aquel ritual de pelar las frutas, cocinarlas en las
enormes ollas, hacer el almíbar y luego llenar cientos (tal vez no fuesen
tantos) de frascos transparentes,
idénticos entre sí, con aquella suerte de comida de emergencia para el feroz
invierno, cuando la fruta y la verdura escaseaban o subían de precio. Era durante
el verano cuando mis padres alternaban el tedioso calor y la humedad, con los
olores fuertes, excesivamente dulces y empalagosos de sus conservas. Era un
trabajo en equipo donde las niñas participábamos olfateando y protestando por
el intenso aroma que invadía la casa. Los frascos, una vez llenos, se sellaban
con tapas corona doradas, de bordes ondeados, y luego se ponían a esterilizar
en una olla gigantesca llena de trapos blancos en la que el agua hervía durante
horas. Los trapos impedían que los bollones
chocaran entre sí y se hiciesen añicos perdiendo su valiosa mercancía.
¡Cuánto costaba todo ese ir y venir de horas
lentas, aromatizadas con azúcar y especias cuidadosamente seleccionadas! Nada
se dejaba al azar; todo era medido, pesado, seleccionado y meticulosamente
elaborado por las manos diestras de mis padres. Hasta las etiquetas de cada frasco
que no eran más que un trozo de leuco, parecían escritas por una mano
prodigiosa. Recuerdo que durante esos días, ellos se movían por la casa como
dos expertos bailarines de ballet. Serios, concentrados, como si fueran científicos.
Yo, que apenas era una pulguita de pocos centímetros
de estatura, me maravillaba viendo los estantes del comedor diario llenos de
colores envasados, preparados especialmente, para pasar el duro invierno. Allí,
a unos metros de mí, los colores de la vida estaban presos en frascos;
desnudos, perfumados e inalcanzables. Peras, tomates, morrones colorados, verdes, tornasolados; higos, cebollitas y picles, zapallo en cubos crujientes y también los boniatos se reservaban de la muerte de estación, momificados. Todo
estaba allí, las semillas, los afectos, la siembra, la lluvia que hizo hinchar
y florecer la tierra, el sol, las noches y los amaneceres, los murmullos, las
miradas, los silencios largos y los otros.
El sabor de vivir estaba enfrascado esperando que alguien, cuando
llegase el momento, abriese esa tapa siempre resistente y metiese un dedo
pícaro para llevárselo a escondidas a la boca. ¡Pero qué difícil era robarse un
frasco! Mis padres llevaban un stock casero de sus víveres, y además, siempre
estaba el hueco espantoso que solía mostrar el estante cuando las conservas
comenzaban a consumirse.
Sin embargo, ahí estaba yo, fascinada por los
matices de esa brillante galería de afectos envasados, etiquetados, deseados.
Porque me embrujaba ver desde el oscuro marrón intenso de los higos hasta el naranja descarado de
los duraznos. ¡Desde lejos se veían tan perfectos, tan irreales y tan
exquisitos! Claro que podía subirme a una silla y en punta de pie pasar el dedo
por la superficie lisa y generalmente fría del vidrio, pero no era lo mismo;
además, ¿y si se rompían? ¿Y si al tocarlos, sin querer, empujaba alguno y los
tiraba al suelo? Seguro que me llevaba una buena regañina por hacer lo que no
debía.
¡Tanto sacrificio para que en un segundo, por
metiche, los hiciera polvo!
Aquel ritual maravilloso hacía que mis padres
formaran parte, al menos por unas horas, de un mundo mágico, de un equipo bien
avenido. Ellos eran capaces de guardar lo que generalmente el paso del tiempo
deteriora y nos quita. Su dedicación, su premura, su extremo cuidado y ritmo,
les permitía robarle a la muerte un poco de vida, y eso era magnífico. Por
supuesto que para una niña de aquella edad, el razonamiento no era ese. En ese tiempo era un no entender entendiendo,
era pertenecer a un hogar donde la familia comía custodiada por los afectos
multicolores que vigilaban nuestras espaldas desde el estante en la pared. Pasaban los días y mi hermana y yo ansiábamos
comer aquellas delicias, pero había que esperar. Eran ellos, papá y mamá
quienes decidían el día y la hora para abrir los bollones, y ese día, generalmente a los postres, era una
fiesta. Todos comían. Todos menos yo, a
quien generalmente no le gustaba nada de lo que los frascos contenían. Sobre
todo porque mientras ellos gozaban de los dulces, en la pared había aparecido
el primer hueco; el primero de una gran sucesión de agujeros negros que irían
ocupando el lugar de los afectos hasta que no quedara más que un madero tieso
de color celeste, completamente vacío y sin sentido.
Y es que aquellos afectos que en algún momento
perdieron su patria, su lugar natural en este mundo, los afectos exiliados en
bollones esterilizados y etiquetados, por fin habrían entrado a formar parte de
mi familia en cada bocado abandonando así, su sentido estático de la supervivencia.
A veces me pregunto si el hombre aprendió esta sutil
técnica de las conservas para evitar el curso natural del tiempo, el deterioro
inevitable de los frutos de la vida que nace y renace a cada instante. ¿Por qué
el ser humano no come cada vez lo que la vida le va regalando en cada estación?
¿A qué viene ese empeño de guardar para cuando no haya?
En fin, lo cierto es que con el correr de los años
logré un poco más de altura, no mucha, pero sí la suficiente para llegar a algunos estantes de mi cocina; y a
mi manera, sigo con la tradición, coleccionando
latas de frutas y verduras en conservas elaboradas sin conservantes. No es muy
meritorio, lo sé, las latas no me
permiten ver más que los diferentes matices de sus etiquetas de papel impreso
con colores brillantes. Hace poco me atreví a comprar un par de frascos con conservas
caseras. Quedan lindas en mi cocina; muy decorativas. Lástima que sigo sin
saber cuál es el mejor momento para abrirlas y darme el gran festín…
No tengo mucho más que decir, así que… aquí lo dejo
y me voy, que tengo cita con mi terapeuta.
Diccionario a mi manera (siempre quise escribir uno):
Leuco: trozo de tira de tela resistente y gomosa con la que mi abuelo el doctor solía pegar las gasas sobre las heridas para que no se infectaran.
Bollones: se llama así, en mi país, a los frascos de toda la vida cuando son de vidrio.
Zapallos: en España, calabazas. De esas naranjas y dulces.
Estante: balda. Rectángulo de madera que mi padre pintaba de colores horribles y que se ponían atornillados a la pared o algo así. Sobre ellos se ponían cosas. Baldas.
Morrones: que son los pimientos.
Boniatos: batatas, aunque suene muy argentino dicho así.
Y ya está. No creo que mi futuro esté en los diccionarios académicos. No.