Acto I
La tarde en que mi abuelo murió, yo no estaba a su lado.
La noche de su velatorio, me dolía el estómago y no fui.
La mañana de su entierro me quedé en la cama, mirando al
techo.
Cuando nos fuimos a la casa del pueblo a acompañar a mi
abuela para que organizara las cosas, mi
abuelo me estaba esperando para despedirse.
Acto II
En el cuarto de mi abuelo había dos espejos enfrentados.
Uno se podía ver en el otro; y en el otro, y en el otro, y
en el otro...
Los viernes no se podía jugar con los espejos porque, si de
todas las imágenes, atrapabas justo la última, se abría la puerta oculta. Una
fuerza invisible te empujaba, dabas un paso adelante y quedabas atrapado para
siempre en el más allá.
En la casa del pueblo, cuando alguien fallece, se cubren
los espejos.
Acto III
Detrás del cabecero de la cama, había un telón púrpura que
colgaba del techo al suelo.
Estaba prohibido mirar la pared que ocultaba.
Un día abrí el telón, y miré.
En la pared había cientos de cuadros con fotos de personas
en blanco y negro.
Mi abuelo me descubrió y me preguntó que qué estaba
haciendo.
“Parecen muertos”, le dije.
“No están muertos, me respondió. Viven en mi corazón”.
El día que volvimos al pueblo después de enterrar al
abuelo, me subí a la cama y corrí el telón. Su foto estaba allí, en la pared, esperándome